28 jun 2010

Latín Eclesiástico (1)

Con la expresión “Latín eclesiástico” nos referimos a la lengua latina que se encuentra en los textos oficiales de la Iglesia (la Biblia y la Liturgia) y en las obras de los primeros escritores cristianos occidentales, que se comprometieron en la exposición o defensa de las creencias cristianas.

1. Características

El Latín eclesiástico difiere del Latín clásico especialmente por la introducción de nuevas expresiones y palabras (en la sintaxis y el método literario, los escritores cristianos no son diferentes a otros escritores contemporáneos).

Estas diferencias características se deben al origen y propósito del Latín eclesiástico.

Originalmente el pueblo romano hablaba la antigua lengua del Lacio, conocida como “prisca latinitas”.

En el siglo III a.C. Ennius y otros pocos escritores, preparados en la escuela de los griegos, se propusieron enriquecer la lengua con ornamentos griegos. Este intento fue alentado por las clases cultas de Roma, y era, justamente, a estas clases, a las que se dirigían los poetas, oradores, historiadores y cenáculos literarios.

Así fue que, bajo la influencia combinada de la política y la aristocracia intelectual, se desarrolló el Latín clásico, que llegó hasta nosotros preservado en su mayor pureza en las obras de Cesar y Cicerón.

La masa del pueblo romano, en su rusticidad nativa, permaneció al margen de esta influencia helenizante, y siguió hablando la antigua lengua.

Así sucedió que, después del siglo III a.C., existieron en Roma, al mismo tiempo, dos lenguas o, mejor dicho, dos idiomas: el de los círculos literarios o helenistas (“sermo urbanus”) y el de los iletrados (“sermo vulgaris”), y cuanto más se desarrolló el primero, más aumentó la brecha entre ambos.

Pero a pesar de los esfuerzos de los puristas, las exigencias de la vida diaria ponían a los escritores “cultos” en contacto permanente con la población iletrada, por lo que se veían obligados a entender su lenguaje y, al mismo tiempo, hacerse entender; forzosamente, en la conversación tenían que emplear palabras y expresiones que formaban parte de la lengua vulgar. De esta manera surgió un tercer idioma, el “sermo cotidianus”, una mezcolanza de los otros dos idiomas, que varió en la mixtura de sus ingredientes a lo largo de los distintos periodos de la historia y según la inteligencia de quienes lo utilizaron.

2. Orígenes

El Latín clásico no duró mucho tiempo en el altísimo nivel al que Cicerón lo había llevado. La aristocracia, que era la única que lo hablaba, fue diezmada por la proscripción y la guerra civil, y las familias que ascendieron en la escala social eran principalmente de origen plebeyo o extranjero, y en ningún caso estaban acostumbradas a las delicadezas de la lengua literaria.

La decadencia del Latín clásico comenzó en la era de Augusto, y fue en aumento a medida que terminaba. Como se olvidó la clásica distinción entre la lengua de la prosa y la de la poesía, el Latín literario, hablado o escrito, comenzó a tomar prestado cada vez más libremente del discurso popular.

Ahora bien, fue en esta misma época, cuando la Iglesia se vio en la necesidad de construir un Latín por sí misma, y es esta la razón por la que su Latín tenía que ser distinto al Latín clásico. Pero sin embargo también hubo otras dos razones: antes que nada, el Evangelio tenía que ser difundido a través de la predicación, es decir, por la palabra hablada; y después, los heraldos de las buenas nuevas tenían que construir un lenguaje que llamara la atención no solamente de las clases literarias sino también del pueblo entero. En vista de que buscaban atraer las masas a la nueva Fe, tuvieron que “bajar” a su nivel y emplear un discurso que fuera familiar para sus oyentes.

San Agustín se lo dice muy sinceramente a sus oyentes: “A menudo empleo”, dice, “palabras que no son latinas, y lo hago para que ustedes me entiendan. Es mejor incurrir en la ira de los gramáticos, y no que el pueblo no me entienda” (en Psal. cxxxviii, 90).

Por extraño que pueda parecer, no fue en Roma donde comenzó la construcción del Latín clásico. Hasta mediados del siglo III, la comunidad cristiana de Roma hablaba principalmente el griego. La liturgia se celebraba en griego, y los apologistas y teólogos escribieron en griego hasta la época de San Hipólito (m. 235). Lo mismo ocurría en la Galia, en Lyon y en Vienne, en todos los casos hasta los días posteriores a San Ireneo.

En África, el griego era la lengua elegida por los clérigos, en principio, pero el Latín era la lengua más familiar para la mayoría de los fieles: pronto debió tomar el liderazgo en la Iglesia, a partir de Tertuliano, quien escribió algunas de sus primeras obras en griego pero que terminó empleando solamente el Latín. Y en este uso había sido precedido por el Papa Víctor, también africano, quien, como lo asegura San Jerónimo, fue el más antiguo escritor cristiano en lengua latina.

Pero incluso antes de estos escritores, varias Iglesias locales debieron notar la necesidad de traducir al Latín los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, cuya lectura constituía una parte fundamental de la Liturgia.

Esta necesidad surgió tan pronto como se hizo más numerosa la feligresía que hablaba Latín, y con toda seguridad se sintió primero en África.

Por un tiempo alcanzó con las traducciones orales improvisadas, pero pronto se hicieron necesarias las traducciones escritas. Estas traducciones se multiplicaron. “Es posible enumerar”, dice San Agustín, “a aquellos que han traducido las Escrituras del hebreo al griego, pero no a quienes las han traducido al Latín. En verdad, en los antiguos días de la fe, quienes poseían un manuscrito griego y pensaba que tenía algún conocimiento de ambas lenguas era lo suficientemente osado como para emprender una traducción” (Doctrina Cristiana, II.11).

Desde nuestro presente punto de vista, la multiplicidad de estas traducciones, que estaban destinadas a ejercer una gran influencia en la formación del Latín eclesiástico, ayuda a explicar los muchos coloquialismos que asimiló, y que se encuentran incluso en los más famosos de estos textos, de los que San Agustín dice: “Entre todas las traducciones, es preferible la de Itala, porque su lenguaje es más exacto, y su expresión más clara” (Doctrina Cristiana, II.15).

Si bien es cierto que se han dado varias interpretaciones sobre este pasaje, la más aceptada, en general, es dice que la Itala es la más importante de las recensiones bíblicas de fuentes italianas: data aproximadamente del siglo IV, fue utilizada por San Ambrosio y por los autores italianos de aquella época, se preservó parcialmente en varios manuscritos, y se encuentra hasta en el mismo San Agustín. Con algunas ligeras modificaciones, esta versión de las obras deuterocanónicas del Antiguo Testamento fue incorporada en la “Vulgata”, de San Jerónimo.

3. Elementos provenientes de fuentes africanas

Incluso a este respecto África le había ganado de mano a Italia. Ya en el año 180 se hace mención en las Actas de los Mártires Silicios de una traducción de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo. “En tiempos de Tertuliano”, dice Harnack, “existían traducciones, si no de todos los libros de la Biblia , al menos de un gran número de ellos”. Sin embargo, ninguno de ellos poseía una autoridad predominante, aunque algunos empezaban ya a reclamar un cierto respeto. Así los encontramos a Tertuliano y a San Cipriano utilizándolos de preferencia, como se desprende de la concordancia de sus citas. Lo interesente en estas traducciones hechas por varias manos es que conforman uno de los principales elementos del Latín de la Iglesia : constituyen, por así decirlo, la contribución popular. Se ve en su despreocupación por las inflexiones complicadas, en sus tendencias analíticas, y en las alteraciones debido a la analogía. “Littérateurs” paganos, como dice Arnobius (Adv. Nat., I, xlv-lix), se quejaban, porque estos textos se editaban en un discurso trivial y pobre, con un lenguaje viciado y burdo.

Pero en la formación del Latín de la Iglesia, a la contribución popular hay que agregar la participación de los cristianos más cultos. Si el cristiano común podía traducir las “Actas de Santa Perpetua”, el “Pastor” de Hermas, el “Didache” , y la “Primera Epístola” de Clemente, le tocó a un erudito traducir al Latín el “Acta Pauli” y el tratado “Adversus haereticos”, de San Irenaeus, así como también otras obras que parecen haber sido traducidas en los siglos II y III.

No se sabe a qué países pertenecían estos traductores, pero, en el caso de las obras originales, África encabeza la lista con Tertuliano, que justamente se considera el creador de la lengua de la Iglesia.

Nacido en Cartago, estudió y quizás también enseñó retórica en aquel lugar: estudió leyes, y adquirió una vasta erudición; se convirtió al Cristianismo, fue elevado al sacerdocio, y puso al servicio de la Fe un ardiente celo y una poderosa elocuencia, de lo que dan fe la cantidad y el carácter de sus obras.

Trató los más diversos temas: la apologética, la polémica, el dogma, la disciplina, la exégesis. Tenía que expresar una serie de ideas que la simple fe de las comunidades occidentales todavía no había comprendido. Con su ardiente temperamento, su rigidez doctrinal, y su desdén por los cánones literarios, nunca dudó en utilizar la palabra puntual, la frase del día a día.

De ahí la maravillosa exactitud de su estilo, su incansable vigor y su alto relieve, los enérgicos tonos semejantes a palabras arrojadas impetuosamente: de ahí, sobre todo, la riqueza de expresiones y palabras, muchas de las cuales llegan por primera vez al Latín eclesiástico y quedan allí para siempre.

Algunas de estas palabras son griegas disfrazadas de Latín: baptisma, carisma, extasis, idolatria, prophetia, mártir, etc.; a otras, se les da una terminación latina: daemonium, allegorizare, Paracletus, etc.; otras son términos legales o palabras latinas utilizadas en un nuevo sentido: ablutio, gratia, sacramentum, saeculum, persecutor, peccator. La mayor parte son palabras completamente nuevas, pero derivan de fuentes latinas y, por lo general, con una inflexión según las reglas comunes que afectan a palabras análogas: annunciatio, concupiscentia, christianismus, coeaeternus, compatibilis, trinitas, vivificare, etc.

Muchas de estas nuevas palabras (más de 850) ya no existen, pero una gran parte todavía se encuentra en el uso eclesiástico; son principalmente aquellas que satisfacen la necesidad de expresar estrictamente las ideas cristianas. Tampoco es cierto que todas deban su origen a Tertuliano, pero antes de su época no se encuentran en los textos que nos han llegado, y muy a menudo es el mismo Tertuliano quien las ha naturalizado en la terminología cristiana.

El rol de San Cipriano en la construcción de la lengua fue menos importante. El famoso obispo de Cartago nunca perdió ese respeto por la tradición clásica que había heredado con su educación y su anterior profesión de retórico; conservó esta preocupación por el estilo, lo que lo llevó a la práctica de métodos literarios tan caros para los retóricos de su época. Su lenguaje lo muestra incluso cuando habla sobre temas cristianos.

Aparte de su imitación (más bien cautelosa) del vocabulario de Tertuliano, encontramos en sus escritos no más de sesenta palabras nuevas, unos pocos helenismos (apostata, gazophylacium), unas pocas palabras o frases populares (magnolia, mammona), u otras formadas por inflexiones agregadas (apostatare, clarificatio).

En el caso de San Agustín, fueron sus sermones dirigidos al pueblo los que contribuyeron en mayor medida al Latín eclesiástico, y nos lo presenta en su mejor forma; porque, a pesar de su afirmación de que no le importa en absoluto las burlas de los gramáticos, sus estudios de juventud conservan una dependencia demasiado fuerte como para permitirle su salida del discurso clásico más de lo que fuera estrictamente necesario. Fue el primero en encontrar una falla en el uso de ciertas palabras de uso común en la época, como por ejemplo “dolus” por “dolor”, “effloriet” por “florebit”, “ossum” por “os”. El lenguaje que utiliza incluye, además de una gran parte de Latín clásico, y el Latín eclesiástico de Tertuliano y San Cipriano, préstamos del habla popular de sus días (incantare, falsidicus, tantillus, cordatus), y algunas palabras nuevas o palabras con nuevos sentidos: spiritualis, adorador, beatificus, adeficare (edificar), inflatio, (orgullo), reatus (culpa), etc.

Consideramos que es inútil proseguir esta investigación en el ámbito de las inscripciones cristianas y las obras de Victor de Vito, el último de estos escritores latinos, ya que solo vamos a encontrar un Latín peculiar para ciertos individuos, más que el adoptado por cualquiera de las comunidades cristianas. Tampoco hay que detenerse en los africanismos, es decir, las características particulares de los escritores africanos. La misma existencia de estas características, antiguamente sostenida tan fuertemente por muchos filólogos, hoy en día está cuestionada en general. En las obras de varios de estos escritores africanos encontramos un marcado gusto por el énfasis, la aliteración y el ritmo, pero se trata de cuestiones que afectan más bien al estilo y no al vocabulario. Lo más que se puede decir es que los escritores africanos dan cuenta más del Latín como se hablaba (sermo cotidianus), pero su discurso no era una peculiaridad de África.
Ver la segunda parte de este artículo: Latín Eclesiástico (2)

Fuente (traducido de):

Dégert, A. (1910). Ecclesiastical Latin. In The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company.
véase el art. original en: The Catholic Encyclopedia


3 comentarios:

PC dijo...

Solo para comentar que sigo leyendo el blog...
(Se me acumularon algunos posts, pero cuando tenga tiempo los leo, lo prometo).

Sara Benedicta dijo...

Pero mirá, que se te hayan acumulado posts no es problema. Ya verás que a veces pasa mucho tiempo y no publico nada, lo que pasa es que dependo de un ciber para usar la computadora, y francamente me molestan estos lugares. Pero esta vez exageré bastante, más de un mes sin publicar nada! Bueh, Pablo, siempre es un gusto recibir tus mensajes. Ciao!!! Hasta pronto!!!

Unknown dijo...

buenas tardes, creo que se te olvido mencionar que la palabra daeminium, ya tampoco es usada y también pertenecía al latín eclesiastico