6 ago 2010

Latín Eclesiástico (2)

Contribución de San Jerónimo

Después de los escritores africanos, ningún otro autor tuvo la misma influencia en la construcción del Latín Eclesiástico que San Jerónimo. Su aporte se desarrolló principalmente en la línea del Latín literario.

De su maestro, Donatus, había recibido una instrucción gramática que lo convirtió en uno de los Padres más erudito y literario. Siempre mantuvo su amor por la correcta dicción, y una atracción por Cicerón. Apreciaba tanto la buena escritura que se indignaba cuando le acusaban de solecismo; la mitad de las palabras que emplea son tomadas de Cicerón, y se estima que además de utilizar, cuando la ocasión lo exigía, palabras introducidas por escritores anteriores, él mismo es responsable de trescientas cincuenta palabras nuevas en el vocabulario del Latín Eclesiástico; pero sin embargo, de estas, apenas nueve o diez pueden considerarse correctamente como barbarismos en cuanto a que no se ajustan a las leyes generales de los derivados del Latín. “El resto”, dice Goelzer, “se creó mediante el empleo de sufijos comunes, y estaba en armonía con el genio del lenguaje”.

Son todas palabras creadas correctamente, y muy útiles: expresan en su mayoría las cualidades abstractas que necesitaba la religión cristiana y que hasta ese momento no existían en la lengua latina, por ejemplo clericatus, impoenitentia, deitas, dualitas, glorificatio, corruptrix. A veces, también, para satisfacer nuevas necesidades, San Jerónimo les da nuevos significados a viejas palabras: “conditor”, creador, “redemptor”, salvador del mundo, “predestinatio”, “communio”, etc.

Aparte del enriquecimiento del léxico, San Jerónimo le brindó al Latín un servicio no menos importante con su edición de la Vulgata. Ya si hubiera hecho su traducción directamente del texto original, o si la hubiera adaptado de traducciones anteriores después de corregirlas, redujo bastante la autoridad de varias versiones populares que podían resultar perjudiciales para la corrección de la lengua de la Iglesia.

Por este mismo acto, popularizó una cantidad de hebraísmos y modos de expresión – vir desideriorum, filii iniquitatis, hortus voluptatis, inferiores a Daniele (inferior a Daniel)- que completaron la conformación de la particular fisonomía del Latín Eclesiástico.

Después de la época de San Jerónimo, puede decirse que el Latín Eclesiástico ya estaba formado en su totalidad. Si trazamos las distintas etapas del proceso de su producción, encontramos:

1. Que los ritos e instituciones eclesiásticas primero se conocieron por nombres griegos, y que los primeros escritores cristianos en lengua latina tomaron esas palabras consagradas por el uso y las introdujeron en sus obras, ya sea in toto (por ejemplo, angelus, apostolus, ecclesia, evangelium, clerus, episcopus, martir), o bien traduciéndolas (por ejemplo, verbum, persona, testamentum, gentilis). Incluso a veces sucedía que palabras incorporadas fueron reemplazadas después por traducciones (por ejemplo, chrisma por donum, hypostasis por substantia o persona, exomologesis por confessio, synodus por concilium).

2. Se crearon palabras latinas a partir de derivaciones de palabras ya existentes en Latín o en griego, agregando sufijos o prefijos, o combinando dos o más palabras juntas (por ejemplo, evangelizare, Incarnatio, consubstantialis, idolatria).

3. En ocasiones, palabras que tienen un significado secular o profano se emplean sin ninguna modificación pero en un nuevo sentido (por ejemplo, fidelis, depositio, scriptura, sacramentum, resurgere, etc.). Con respecto a sus elementos, el Latín Eclesiástico consiste en un Latín hablado (sermo cotidianus) plagado de una cantidad de palabras griegas, unas pocas frases primitivas, algunas adiciones nuevas y normales, y, finalmente, varios significados nuevos principalmente a partir de nuevos desarrollos o por analogía.

Con la excepción de algunas expresiones hebraicas o helenistas, popularizadas a través de las traducciones de la Biblia, las particularidades gramaticales que se ven en el Latín Eclesiástico no deben adjudicarse al Cristianismo; son el resultado de una evolución a través de la cual pasó el lenguaje común, y que se encontró también con los escritores no-cristianos.

Por lo general, la agitación religiosa que estaba matizando todas las creencias y costumbres del mundo Occidental no alteró tanto al lenguaje como se hubiera esperado. Los escritores cristianos preservaron el Latín literario de sus días como base de su propio lenguaje, y si le agregaron ciertos neologismos no hay que olvidar que los escritores clásicos, Cicerón, Lucrecio, Séneca, antes ya habían expresado sus lamentos por la pobreza del Latín para expresar ideas filosóficas, sentando el ejemplo de palabras acuñadas. ¿Por qué los escritores posteriores habrían de dudar en decir “annunciatio”, “incarnatio”, “predestinatio”, cuando Cicerón ya había dicho “monitio”, “debitio”, “prohibitio”, y Livio “coercitio”? palabras como “deitas”, “nativitas”, “trinitas”, no son más extrañas que “autumnitas”, “olivitas”, acuñadas por Varrón, y “plebitas”, utilizada Catón el Mayor.

Desarrollo en la liturgia

Apenas se hubo formado, el Latín de la Iglesia experimentó el shock de las invasiones de los bárbaros y la caída del Imperio de Occidente; fue este un shock que le dio el golpe de gracia tanto al Latín literario como al Latín del habla cotidiana, en el que la Iglesia estaba creciendo fuertemente. Ambos tipos de lengua experimentaron una serie de cambios que los transformaron por completo.

El Latín literario se corrompió cada vez más; el Latín popular evolucionó hacia las diversas lenguas romances en el Sur, mientras que en el Norte le dio paso a las lenguas germánicas. Solamente sobrevivió el Latín Eclesiástico, gracias a la religión de la que era órgano de comunicación y con cuyos destinos estaba estrechamente ligado. Es cierto que en el camino se perdió una parte; en la predicación popular, a partir del siglo VII cedió el paso a las lenguas vernáculas; pero todavía podía conservar para sí la Liturgia y la Teología, y en estos campos se desempeñó como una lengua viva.

En la Liturgia, el Latín Eclesiástico muestra su vitalidad por medio de su frugalidad. África está una vez más a la vanguardia, con San Cipriano. Aparte del canto de los Salmos y las lecturas en público, tomadas de la Biblia, que constituían la parte principal de la primitiva liturgia, y que ya conocemos, se manifiesta en un conjunto de oraciones, en su amor por el ritmo, y por los finales bien equilibrados, detalles que iban a perdurar durante siglos hasta la Edad Media como las principales características del Latín litúrgico. A medida que continuaba el proceso de desarrollo, este amor por la armonía llegó a dominar en todas las plegarias; al principio siguieron respetando las reglas de métrica y prosodia, pero el cursus rítmico tomó la delantera entre los siglos IV y VII, y desde el siglo XI hasta el XV.

Como se sabe, el “cursus” consiste en una cierta disposición de las palabras, los acentos, y a veces frases enteras, mediante la cual se produce un agradable efecto modulado. La plegaria del “Angelus” es el ejemplo más simple; contiene los tres tipos de cursus que han de encontrarse en las plegarias del Misal y del Breviario:

• El cursus planus, “nostris infunde

• El cursus tardus, “incarnationem cognovimus

• El cursus velox, “gloriam perducamur”.

Tan grande fue su influencia en el lenguaje, que el cursus pasó de las plegarias de la liturgia a algunos de los sermones de San Leo y otros, a las bulas papales entre los siglos XII y XV, y a muchas cartas escritas en Latín durante la Edad Media.

Además de las plegarias, los himnos conformaban lo más vital dentro de la Liturgia. A partir de San Hilario de Poitiers, a quien San Jerónimo atribuye el más antiguo, hasta León XIII, quien compuso varios, la cantidad de escritores de himnos es muy grande, y sus producciones están fuera de todo cálculo. Basta con decir que estos himnos originados en ritmos populares se basaban en el acento; como regla general, se modelaron en metros clásicos, pero poco a poco el metro cedió ante el compás o la cantidad de sílabas y los acentos. Desde el Renacimiento, el ritmo le cedió el paso otra vez a la métrica, e incluso muchos himnos antiguos fueron retocados, bajo el Papa Urbano VIII, para ponerlos en línea con las reglas de la prosodia clásica.

Además de la liturgia que podemos llamar oficial, y que estaba constituida por las palabras de la Misa, del Breviario, o del Ritual, hay que destacar la riqueza de la literatura referente a una gran variedad de detalles históricos tales como la “Peregrinatio ad Loca sancta”, atribuida antiguamente a Silvia, varias colecciones de rúbricas, órdenes, sacramentarios, ordinarios, u otros libros de orientación religiosa, de los muchos se reeditaron en estos últimos años en Inglaterra, ya sea por personas particulares o bien por la “Surtees´Society” y la “Bradshaw Society”. Pero lo más importante a destacar es el brillante florecimiento litúrgico.

Desarrollo en la Teología

Mucho más amplio y variado es el campo que la Teología le abre al Latín Eclesiástico; tan amplio que tenemos que limitarnos a señalar aquí las fuentes creativas de las que ha dado pruebas el Latín del que hablamos desde el comienzo del estudio de la teología especulativa, es decir, desde los escritos de los antiguos Padres hasta nuestros días.

Más que en ninguna otra parte, aquí ha quedado demostrado cuán capaz ha sido de expresar los más delicados matices del pensamiento teológico, o las sutilezas más agudas del escolasticismo decadente. ¿Hace falta realmente mencionar lo que ha hecho en este campo? La expresión que ha creado, los significados que ha transmitido… ya se conocen plenamente. Mientras que la mayoría de estas expresiones se legitimaron, fueron necesarias y exitosas (transubstantio, forma, materia, individuum, accidens, appetitus), hay muchas otras que muestran un formalismo mundano y vacío, una deplorable indiferencia por la sobriedad de la expresión y por la pureza de la lengua latina (aceitas, futuritio, beatificativum, terminatio, actualitas, haeccitas, etc.). Fue por palabras como estas que la lengua de la Teología se expuso a sí misma a las burlas de Erasmo y de Rabelais, y le trajo el descrédito a un estudio que se merecía mayor consideración.

Con el Renacimiento, las mentes de los hombres se volvieron más difíciles de satisfacer, los lectores cultos no podían ya tolerar un lenguaje tan ajeno al genio de la latinidad clásica que había sido revivida. Se hizo necesario, entonces, incluso para renombrados teólogos (como por ejemplo Melchior Cano, en el prólogo de su obra “Loci Theologi”), levantar sus voces frente a las exigencias de sus lectores y también contra el descuido y la oscuridad de los teólogos anteriores. Así, puede establecerse que aproximadamente por esta época la corrección clásica empezó a encontrar su lugar en el Latín teológico y litúrgico.

Posición actual

A partir de entonces, la corrección iba a ser característica del Latín Eclesiástico. A la terminología consagrada para la expresión de la fe de la Iglesia Católica se agregó como regla aquella precisión gramatical que el Renacimiento nos devolvió. Pero en nuestros tiempos, por varios motivos, algunos de los que surgen por la evolución de los programas educativos, el Latín de la Iglesia ha perdido en cantidad lo que ha ganado en calidad.

Hasta hace poco el Latín ha conservado su lugar en la Liturgia, ya que se consideraba, en el mismo seno de la Iglesia, que era necesario señalar y vigilar esa unidad de creencia en todos los lugares y en todos los tiempos, que era su derecho de nacimiento.

Pero en los himnos devocionales que acompañan al ritual, se emplean sólo las lenguas vernáculas, y estos himnos han ido reemplazando gradualmente a los himnos litúrgicos.

Todos los documentos oficiales de la Iglesia, las Encíclicas, las Bulas, los Resúmenes, las instituciones de los obispos, respuestas de las Congregaciones Romanas, actas de concilios provinciales, etc., todo está escrito en Latín. Pero por supuesto, en estos últimos años las cartas apostólicas solemnes dirigidas a una u otra nación están escritas en la lengua vernácula, y varios documentos diplomáticos se redactan en francés o italiano. En la preparación de la clerecía, la necesidad de discutir modernos sistemas de exégesis o filosóficos, ha llevado casi en todas partes al uso de la lengua nacional. Los manuales de teología dogmática y moral pueden estar escritos en Latín en Italia, España y Francia, pero a menudo, salvo en las universidades romanas, la explicación oral se da en lengua vernácula. En los países hablantes de alemán o inglés la mayoría de estos manuales están en la lengua propia, y casi siempre la explicación se da en estas lenguas.


Ver la primera parte de este artículo: Latín Eclesiástico (1)


Traducido de:

Dégert, A. (1910). Ecclesiastical Latin. The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company. New Advent

28 jun 2010

Latín Eclesiástico (1)

Con la expresión “Latín eclesiástico” nos referimos a la lengua latina que se encuentra en los textos oficiales de la Iglesia (la Biblia y la Liturgia) y en las obras de los primeros escritores cristianos occidentales, que se comprometieron en la exposición o defensa de las creencias cristianas.

1. Características

El Latín eclesiástico difiere del Latín clásico especialmente por la introducción de nuevas expresiones y palabras (en la sintaxis y el método literario, los escritores cristianos no son diferentes a otros escritores contemporáneos).

Estas diferencias características se deben al origen y propósito del Latín eclesiástico.

Originalmente el pueblo romano hablaba la antigua lengua del Lacio, conocida como “prisca latinitas”.

En el siglo III a.C. Ennius y otros pocos escritores, preparados en la escuela de los griegos, se propusieron enriquecer la lengua con ornamentos griegos. Este intento fue alentado por las clases cultas de Roma, y era, justamente, a estas clases, a las que se dirigían los poetas, oradores, historiadores y cenáculos literarios.

Así fue que, bajo la influencia combinada de la política y la aristocracia intelectual, se desarrolló el Latín clásico, que llegó hasta nosotros preservado en su mayor pureza en las obras de Cesar y Cicerón.

La masa del pueblo romano, en su rusticidad nativa, permaneció al margen de esta influencia helenizante, y siguió hablando la antigua lengua.

Así sucedió que, después del siglo III a.C., existieron en Roma, al mismo tiempo, dos lenguas o, mejor dicho, dos idiomas: el de los círculos literarios o helenistas (“sermo urbanus”) y el de los iletrados (“sermo vulgaris”), y cuanto más se desarrolló el primero, más aumentó la brecha entre ambos.

Pero a pesar de los esfuerzos de los puristas, las exigencias de la vida diaria ponían a los escritores “cultos” en contacto permanente con la población iletrada, por lo que se veían obligados a entender su lenguaje y, al mismo tiempo, hacerse entender; forzosamente, en la conversación tenían que emplear palabras y expresiones que formaban parte de la lengua vulgar. De esta manera surgió un tercer idioma, el “sermo cotidianus”, una mezcolanza de los otros dos idiomas, que varió en la mixtura de sus ingredientes a lo largo de los distintos periodos de la historia y según la inteligencia de quienes lo utilizaron.

2. Orígenes

El Latín clásico no duró mucho tiempo en el altísimo nivel al que Cicerón lo había llevado. La aristocracia, que era la única que lo hablaba, fue diezmada por la proscripción y la guerra civil, y las familias que ascendieron en la escala social eran principalmente de origen plebeyo o extranjero, y en ningún caso estaban acostumbradas a las delicadezas de la lengua literaria.

La decadencia del Latín clásico comenzó en la era de Augusto, y fue en aumento a medida que terminaba. Como se olvidó la clásica distinción entre la lengua de la prosa y la de la poesía, el Latín literario, hablado o escrito, comenzó a tomar prestado cada vez más libremente del discurso popular.

Ahora bien, fue en esta misma época, cuando la Iglesia se vio en la necesidad de construir un Latín por sí misma, y es esta la razón por la que su Latín tenía que ser distinto al Latín clásico. Pero sin embargo también hubo otras dos razones: antes que nada, el Evangelio tenía que ser difundido a través de la predicación, es decir, por la palabra hablada; y después, los heraldos de las buenas nuevas tenían que construir un lenguaje que llamara la atención no solamente de las clases literarias sino también del pueblo entero. En vista de que buscaban atraer las masas a la nueva Fe, tuvieron que “bajar” a su nivel y emplear un discurso que fuera familiar para sus oyentes.

San Agustín se lo dice muy sinceramente a sus oyentes: “A menudo empleo”, dice, “palabras que no son latinas, y lo hago para que ustedes me entiendan. Es mejor incurrir en la ira de los gramáticos, y no que el pueblo no me entienda” (en Psal. cxxxviii, 90).

Por extraño que pueda parecer, no fue en Roma donde comenzó la construcción del Latín clásico. Hasta mediados del siglo III, la comunidad cristiana de Roma hablaba principalmente el griego. La liturgia se celebraba en griego, y los apologistas y teólogos escribieron en griego hasta la época de San Hipólito (m. 235). Lo mismo ocurría en la Galia, en Lyon y en Vienne, en todos los casos hasta los días posteriores a San Ireneo.

En África, el griego era la lengua elegida por los clérigos, en principio, pero el Latín era la lengua más familiar para la mayoría de los fieles: pronto debió tomar el liderazgo en la Iglesia, a partir de Tertuliano, quien escribió algunas de sus primeras obras en griego pero que terminó empleando solamente el Latín. Y en este uso había sido precedido por el Papa Víctor, también africano, quien, como lo asegura San Jerónimo, fue el más antiguo escritor cristiano en lengua latina.

Pero incluso antes de estos escritores, varias Iglesias locales debieron notar la necesidad de traducir al Latín los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, cuya lectura constituía una parte fundamental de la Liturgia.

Esta necesidad surgió tan pronto como se hizo más numerosa la feligresía que hablaba Latín, y con toda seguridad se sintió primero en África.

Por un tiempo alcanzó con las traducciones orales improvisadas, pero pronto se hicieron necesarias las traducciones escritas. Estas traducciones se multiplicaron. “Es posible enumerar”, dice San Agustín, “a aquellos que han traducido las Escrituras del hebreo al griego, pero no a quienes las han traducido al Latín. En verdad, en los antiguos días de la fe, quienes poseían un manuscrito griego y pensaba que tenía algún conocimiento de ambas lenguas era lo suficientemente osado como para emprender una traducción” (Doctrina Cristiana, II.11).

Desde nuestro presente punto de vista, la multiplicidad de estas traducciones, que estaban destinadas a ejercer una gran influencia en la formación del Latín eclesiástico, ayuda a explicar los muchos coloquialismos que asimiló, y que se encuentran incluso en los más famosos de estos textos, de los que San Agustín dice: “Entre todas las traducciones, es preferible la de Itala, porque su lenguaje es más exacto, y su expresión más clara” (Doctrina Cristiana, II.15).

Si bien es cierto que se han dado varias interpretaciones sobre este pasaje, la más aceptada, en general, es dice que la Itala es la más importante de las recensiones bíblicas de fuentes italianas: data aproximadamente del siglo IV, fue utilizada por San Ambrosio y por los autores italianos de aquella época, se preservó parcialmente en varios manuscritos, y se encuentra hasta en el mismo San Agustín. Con algunas ligeras modificaciones, esta versión de las obras deuterocanónicas del Antiguo Testamento fue incorporada en la “Vulgata”, de San Jerónimo.

3. Elementos provenientes de fuentes africanas

Incluso a este respecto África le había ganado de mano a Italia. Ya en el año 180 se hace mención en las Actas de los Mártires Silicios de una traducción de los Evangelios y de las Epístolas de San Pablo. “En tiempos de Tertuliano”, dice Harnack, “existían traducciones, si no de todos los libros de la Biblia , al menos de un gran número de ellos”. Sin embargo, ninguno de ellos poseía una autoridad predominante, aunque algunos empezaban ya a reclamar un cierto respeto. Así los encontramos a Tertuliano y a San Cipriano utilizándolos de preferencia, como se desprende de la concordancia de sus citas. Lo interesente en estas traducciones hechas por varias manos es que conforman uno de los principales elementos del Latín de la Iglesia : constituyen, por así decirlo, la contribución popular. Se ve en su despreocupación por las inflexiones complicadas, en sus tendencias analíticas, y en las alteraciones debido a la analogía. “Littérateurs” paganos, como dice Arnobius (Adv. Nat., I, xlv-lix), se quejaban, porque estos textos se editaban en un discurso trivial y pobre, con un lenguaje viciado y burdo.

Pero en la formación del Latín de la Iglesia, a la contribución popular hay que agregar la participación de los cristianos más cultos. Si el cristiano común podía traducir las “Actas de Santa Perpetua”, el “Pastor” de Hermas, el “Didache” , y la “Primera Epístola” de Clemente, le tocó a un erudito traducir al Latín el “Acta Pauli” y el tratado “Adversus haereticos”, de San Irenaeus, así como también otras obras que parecen haber sido traducidas en los siglos II y III.

No se sabe a qué países pertenecían estos traductores, pero, en el caso de las obras originales, África encabeza la lista con Tertuliano, que justamente se considera el creador de la lengua de la Iglesia.

Nacido en Cartago, estudió y quizás también enseñó retórica en aquel lugar: estudió leyes, y adquirió una vasta erudición; se convirtió al Cristianismo, fue elevado al sacerdocio, y puso al servicio de la Fe un ardiente celo y una poderosa elocuencia, de lo que dan fe la cantidad y el carácter de sus obras.

Trató los más diversos temas: la apologética, la polémica, el dogma, la disciplina, la exégesis. Tenía que expresar una serie de ideas que la simple fe de las comunidades occidentales todavía no había comprendido. Con su ardiente temperamento, su rigidez doctrinal, y su desdén por los cánones literarios, nunca dudó en utilizar la palabra puntual, la frase del día a día.

De ahí la maravillosa exactitud de su estilo, su incansable vigor y su alto relieve, los enérgicos tonos semejantes a palabras arrojadas impetuosamente: de ahí, sobre todo, la riqueza de expresiones y palabras, muchas de las cuales llegan por primera vez al Latín eclesiástico y quedan allí para siempre.

Algunas de estas palabras son griegas disfrazadas de Latín: baptisma, carisma, extasis, idolatria, prophetia, mártir, etc.; a otras, se les da una terminación latina: daemonium, allegorizare, Paracletus, etc.; otras son términos legales o palabras latinas utilizadas en un nuevo sentido: ablutio, gratia, sacramentum, saeculum, persecutor, peccator. La mayor parte son palabras completamente nuevas, pero derivan de fuentes latinas y, por lo general, con una inflexión según las reglas comunes que afectan a palabras análogas: annunciatio, concupiscentia, christianismus, coeaeternus, compatibilis, trinitas, vivificare, etc.

Muchas de estas nuevas palabras (más de 850) ya no existen, pero una gran parte todavía se encuentra en el uso eclesiástico; son principalmente aquellas que satisfacen la necesidad de expresar estrictamente las ideas cristianas. Tampoco es cierto que todas deban su origen a Tertuliano, pero antes de su época no se encuentran en los textos que nos han llegado, y muy a menudo es el mismo Tertuliano quien las ha naturalizado en la terminología cristiana.

El rol de San Cipriano en la construcción de la lengua fue menos importante. El famoso obispo de Cartago nunca perdió ese respeto por la tradición clásica que había heredado con su educación y su anterior profesión de retórico; conservó esta preocupación por el estilo, lo que lo llevó a la práctica de métodos literarios tan caros para los retóricos de su época. Su lenguaje lo muestra incluso cuando habla sobre temas cristianos.

Aparte de su imitación (más bien cautelosa) del vocabulario de Tertuliano, encontramos en sus escritos no más de sesenta palabras nuevas, unos pocos helenismos (apostata, gazophylacium), unas pocas palabras o frases populares (magnolia, mammona), u otras formadas por inflexiones agregadas (apostatare, clarificatio).

En el caso de San Agustín, fueron sus sermones dirigidos al pueblo los que contribuyeron en mayor medida al Latín eclesiástico, y nos lo presenta en su mejor forma; porque, a pesar de su afirmación de que no le importa en absoluto las burlas de los gramáticos, sus estudios de juventud conservan una dependencia demasiado fuerte como para permitirle su salida del discurso clásico más de lo que fuera estrictamente necesario. Fue el primero en encontrar una falla en el uso de ciertas palabras de uso común en la época, como por ejemplo “dolus” por “dolor”, “effloriet” por “florebit”, “ossum” por “os”. El lenguaje que utiliza incluye, además de una gran parte de Latín clásico, y el Latín eclesiástico de Tertuliano y San Cipriano, préstamos del habla popular de sus días (incantare, falsidicus, tantillus, cordatus), y algunas palabras nuevas o palabras con nuevos sentidos: spiritualis, adorador, beatificus, adeficare (edificar), inflatio, (orgullo), reatus (culpa), etc.

Consideramos que es inútil proseguir esta investigación en el ámbito de las inscripciones cristianas y las obras de Victor de Vito, el último de estos escritores latinos, ya que solo vamos a encontrar un Latín peculiar para ciertos individuos, más que el adoptado por cualquiera de las comunidades cristianas. Tampoco hay que detenerse en los africanismos, es decir, las características particulares de los escritores africanos. La misma existencia de estas características, antiguamente sostenida tan fuertemente por muchos filólogos, hoy en día está cuestionada en general. En las obras de varios de estos escritores africanos encontramos un marcado gusto por el énfasis, la aliteración y el ritmo, pero se trata de cuestiones que afectan más bien al estilo y no al vocabulario. Lo más que se puede decir es que los escritores africanos dan cuenta más del Latín como se hablaba (sermo cotidianus), pero su discurso no era una peculiaridad de África.
Ver la segunda parte de este artículo: Latín Eclesiástico (2)

Fuente (traducido de):

Dégert, A. (1910). Ecclesiastical Latin. In The Catholic Encyclopedia. New York: Robert Appleton Company.
véase el art. original en: The Catholic Encyclopedia


26 abr 2010

Bibliotecarios en la Iglesias Latina y Griega




1. El bibliotecario en la Iglesia romana

Antiguamente, en la Iglesia latina, el cargo de bibliotecario significaba una dignidad, al estilo del “cartofilacio” de la Iglesia griega, que reunía caracteres de secretario y canciller.


Casi siempre este cargo iba unido a las más altas dignidades, por lo que se otorgaba a los abades o sacerdotes de “incorruptible virtud”.
Por ejemplo, los bibliotecarios del Vaticano alcanzaron tanta importancia y dignidad, que los mismísimos obispos se sentían honrados si se les otorgaba ese empleo. Por otra parte, los Papas les confiaban, además, la tarea de anotar y expedir las actas pontificas: de manera tal que así llegaron a los puestos más altos dentro de las cortes papales.


Pero sin embargo, sus atribuciones y preeminencias nunca superaron a las del “cartofilacio” griego.


2. Cartofilacio


El “cartophilax” representaba a una de las más elevadas dignidades dentro de la Iglesia de Constantinopla. Se encargaba de redactar las sentencias de los Patriarcas, ponerles el sello, conocía todas las cuestiones en materia eclesiástica, y por lo general daba el visto bueno a los que debían ser promovidos a obispados, abadías, órdenes, etc.


Era una jerarquía parecida a la de los bibliotecarios de la Iglesia romana, pero en este caso disfrutaba de mayores prerrogativas. Como institución es antiquísima: ya aparece en los cánones del primer Concilio de Nicea.


El bibliotecario Atanasio nos describe los poderes del cartofilacio:


“Cartophilax interpretatur chartarum custos. Fungitur eodem officio cartophilax apud Ecclesiam Constantinopolitanam quo bibliothecarius apud Romanos, indutus videlicet infulis ecclesiasticorum ministrorum, et agens eclesiástica prorsus cuncta obsequia, exceptis illis solis quae ad sacerdotale specialiter ac proprie per tinere probantur officium. Sine illo proetera nullus proesulum, aut clericorum a foris veniens, in conspectum patriarchae missa recipitur nisi forte a coeteris patriarchis mittatur: nullus ad proesulatum vel alterius ordinis clericorum, sive ad proeposituram monasteriorum provehitur, nisi iste hunc approbet, et commendet, atque de illo ipse patriarchae, suggerat, et ipse praesentatet”.


El “cartophilax” era puesto en funciones en una ceremonia en la que se le entregaba una llave (la entrega de llaves tiene un significado muy importante, que voy a comentar otro día). Tenía la custodia de los sellos patriarcales, y de hecho llevaba siempre en el pecho el sello propio del Patriarca. Solía montar un mulo cubierto con una manta blanca, y llevaba una mitra y un anillo de oro.


En cuanto a sus funciones eclesiásticas, el cartofilacio era la mano derecha, el vicario, del Patriarca, y siempre precedía a los obispos en las asambleas eclesiásticas (menos en los concilios).


El “Epítome de los cánones de Harmenopoule” nos dice que estas atribuciones del cartofilacio provenían de una antiquísima costumbre refrendada por el Emperador Miguel:


“Soli cartulario concessum est ex longa consuetudine, et ex scripta Michaelis imperatoris, ut in exteris synodis etiam ante Pontifices sedeat”.


A raíz del abuso en la exigencia de precedencia por sobre los obispos, algunos concilios limitaron sus atribuciones, y dicha precedencia sólo se concedió en el caso de los sínodos, en donde asistían en nombre del Patriarca.


Este cargo conservó su tremenda importancia durante muchos siglos. En el sínodo de Ninfea (Bitinia), donde trataron infructuosamente de unir a los griegos con los latinos, el “Cartophilax sanctissimae magnae Dei Ecclesiae Constantinopoleos” sólo firmó en nombre de los Patriarcas de Constantinopla y Antioquía, como los demás obispos presentes, la “Professio fidei circa materiam in qua conficiendum erat Sacramentum altaris”.


3. Cartulario


Al cartofilacio también se lo conoce como “cartulario”, especialmente entre los romanos: frecuentemente el cargo de cartulario iba unido al del bibliotecario de la Santa Sede, y los Papas solían enviarlos como embajadores a las provincias, para determinadas cuestiones.


San Gregorio envía a África a uno de sus cartularios. En una carta dirigida al Obispo de Numidia (destino de la embajada) dice:


“Si qua damnatorum, vel privatorum negatiorum versatur intentio hanc tua fraternitas cum proedicto cartulario nostro privata cognitione perquirat, et inter utramque partem justitia procedente definiat”.


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Bibliografía


Diccionario de ciencias eclesiásticas: teología y moral… / por los señores Dr. D. Niceto Alonso Pruio, Dr. D. Juan Perez Angulo et. al. —Barcelona: Librería de Subirana Hermanos, Editores, 1883-1890 (tomo II)


Imagen: San Atanasio y San Cirilo

23 mar 2010

Manuscritos Coptos 3: La Iglesia Copta

Como ya habíamos dicho, la palabra “copto” procede del griego “Aigyptos”, que, a su vez, deriva de “Hikaptah”, uno de los nombres de Menfis, la primera capital del antiguo Egipto.

El uso moderno del término “copto” describe a los egipcios cristianos, pero también a la última etapa de la antigua lengua escrita egipcia. Además describe al arte y la arquitectura, con características distintivas, que se desarrollaron como una temprana expresión de una nueva fe.

La Iglesia Copta se basa en las enseñanzas de San Marcos, quien trajo el Cristianismo a Egipto durante el reinado del emperador romano Nerón, en el siglo I, varios años después de la Ascensión del Señor. San Marcos era uno de los cuatro evangelistas, y el único que escribió el más antiguo de los evangelios canónicos. El Cristianismo se difundió a lo largo de todo Egipto en el lapso de los apenas cincuenta años de la llegada de San Marcos a Alejandría, como se ve claramente en los escritos del Nuevo Testamento hallados en Bahnasa, en el Egipto Medio, que datan de alrededor del año 200, y un fragmento del Evangelio de San Juan, escrito utilizando la lengua copta, que se encontró en el Alto Egipto y que data de la primera mitad del siglo II.

Para leer el artículo completo, haga Click Aquí









5 feb 2010

Manuscritos Coptos (1)





El término “copto” se aplica a los cristianos en Egipto. La Iglesia Copta fue fundada en Egipto en el siglo I de nuestra Era. Se basa en las enseñanzas de San Marcos, quien llevó el cristianismo a Egipto en la época del emperador Nerón. Junto al resto de las antiguas iglesias orientales se separó de la Iglesia de Roma en el Concilio de Calcedonia, del año 451, pero en este punto vamos a hacer una pausa. Es un tema que en el próximo artículo voy a desarrollar con mayor exactitud.

Hoy quiero centrarme en los manuscritos coptos. Para ver el art. completo, Click Aquí

(o pueden ir directamente a la sección de la Iglesia Copta, de este mismo blog)

6 ene 2010

Bibliofagia


En el mundo cristiano, primero se diferenció entre un códice (libro de hojas pegadas) y los rollos escritos (volumina), que aparecen con mucha frecuencia en manos de los Apóstoles, cuando ya sea el mismo Cristo o por inspiración del Espíritu Santo, se les entrega como símbolo de la doctrina. (Imagen: los Cuatro Evangelistas, obra de Pedro Pablo Rubens, 1577-1640).





Por otra parte, el “Juez del Mundo”, “Pantokrátor”, es una representación iconográfica del Cristo juez, triunfante, sentado en actitud bendicente y como un monarca; su origen es bizantino, y se asimila al “Maiestas Domini”. Aparece representado con un libro en la mano, en donde están asentadas todas las acciones de los hombres; en otras representaciones está con los Evangelios en la mano izquierda. (Imag. a la izquierda).




El Apocalipsis de Juan es llamado el “Libro de los siete sellos”, sellos que sólo pueden ser abiertos por personajes inspirados.






Ejemplos de la iconografía del libro en el mundo cristiano hay una infinidad. La Virgen María es representada a menudo leyendo la Biblia o abriéndola. Los santos doctos también se presentan frecuentemente con libros: primero los evangelistas mismos, después, entre otros, Bernardo de Claraval, Antonio de Padua, Santo Domingo, Santo Tomás de Aquino, Santa Catalina de Alejandría, etc.














San Bernardo de Claraval


Abad y doctor de la Iglesia (1090-1153)





















Santo Tomás de Aquino
1225 - 1274
















Pero aquí quiero detenerme en un detalle: el extraño caso de la “bibliofagia”, que literalmente significa el acto de devorar un libro. Puede dar pie a extrañas interpretaciones, pero no. Los casos más famosos de bibliofagia aparecen en el Antiguo y el Nuevo Testamentos.






El caso de Juan de Patmos, o Apokaleta, que se traga el libro de la Revelación (Apocalipsis), es un símbolo de la interiorización del mensaje divino:




“… La voz que hoy había oído del cielo, de nuevo me habló y me dijo: Ve, toma el librito abierto de mano del ángel que está sobre el mar y sobre la tierra. Fuime hacia el ángel diciendo que me diese el librito. Él me respondió: Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel. Tomé el librito de mano del ángel y me puse a comerlo, y era en mi boca como miel dulce; pero cuando lo hube comido sentí amargas mis entrañas. Me dijeron: Es preciso que de nuevo profetices a los pueblos, a las naciones, a las lenguas…” (Apocalipsis, 10, 8-11).








Al ingerir el libro, el bibliófago recibe directamente las enseñanzas, las propiedades puras, la transmisión de conocimientos, y adquiere así la facultad de expresarse de mejor forma. De igual forma actúan los pueblos antropófagos, que devoran a sus enemigos, por ejemplo, para obtener poderes sobrenaturales, para apropiarse de forma directa de las potencias del enemigo muerto.


Obviamente, la cuestión del sabor dulce en la boca y el amargor en el estómago se refiere al contenido del libro, suave y hermoso en su superficie y fuerte en su interior.


El profeta Ezequiel dice que Dios le presentó un rollo de papiro y le ordenó:


“Abre la boca y come lo que te presento. Miré y vi que se tendía hacia mí una mano con un rollo. Lo desenvolvió ante mí y vi que estaba escrito por delante y por detrás, y lo que en él estaba escrito eran lamentaciones, elegías y guayes.




Y me dijo: Hijo de Hombre, come eso que tienes delante; come ese rollo y habla luego a la casa de Israel. Yo abrí la boca e hízome él comer el rollo, diciendo: Hijo de Hombre, llena tu vientre e hincha tus entrañas con este rollo que te presento. Yo lo comí, y me supo a mieles” (Ezequiel 2,8 y 3,1-4).
Bibliografía
Fernando Báez: Historia Universal de la destrucción de libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Barcelona: Ediciones Destino, 2004
Hans Biedermann: Diccionario de Símbolos. Barcelona: Paidós, 1993

5 oct 2009

Amazing Blondel




Hoy quiero dejar de lado, por un ratito, los códices y manuscritos. Les invito a escuchar un poco de música; este artículo ya lo había publicado en mi otro blog, pero igual quiero compartirlo con ustedes porque se trata de una banda inglesa de música folklórica con aires renacentistas. Y de paso amenizamos un poco el blog, no les parece?


Se trata de Amazing Blondel, una banda inglesa de folk progresivo acústico. Está compuesta por Eddie Baird, John Gladwin y Terry Wincott.


A veces se caracteriza su música como "psycho folk" o como rock folclórico medieval. Como ya había dicho al principio, es una música de base renacentista, incluso utilizando los mismos instrumentos de aquella época, como el laúd y la flauta dulce.


John Gladwin y Terry Wincott habían tocado en una banda “eléctrica” chillona llamada Methuselah (Matusalén). Cuando en 1969 dejaron la banda, comenzaron a trabajar en su propio material acústico.


Al principio su material se derivaba de la música folclórica, en sintonía con muchos otros intérpretes de la época. Pero no obstante comenzaron a desarrollar su propio lenguaje musical, influenciado en cierto punto por anteriores “revivalistas” como David Munrow, y por sus memorias de la infancia respecto a la serie de televisión “Robin Hood”, con su banda de sonido pseudo-medieval de Elton Hayes.


La banda recibió el nombre a partir de un personaje llamado Blondel de Nesle, músico de la corte del rey Ricardo I. De acuerdo con la leyenda, cuando Ricardo fue hecho prisionero, Blondel viajó por toda Europa central, cantando en todos los castillos para localizar así al rey y ayudarlo a escapar. El nombre le fue sugerido a la banda por un chef llamado Eugene McCoy, quien escuchó algunas de las canciones y comentó: “Oh, very Blondel!” y así comenzaron a usarlo. Luego se les pidió que agregaran un adjetivo (del estilo, por ejemplo, de The Incredible String Band), y así se conviertieron en “Amazing Blondel”.


Miembros de la banda


John David Gladwin y Edward Baird nacieron y se criaron en Scunthorpe, Lincolnshire; Terence Alan Wincott nació en Hampshire, pero luego se trasladó a Scunthorpe.


Todos ellos eran músicos excelentes. Gladwin cantaba y tocaba: guitarra de doce cuerdas, laúd, contrabajo, theorbo, cítara, tabor y campanas tubulares. Wincott cantaba y tocaba: guitarra de seis cuerdas, harmonium, flauta dulce, ocarina, conga, crumhorn (corno), órgano de tubos, tabor, clavecín, piano, melotrón, bongós y percusión. Baird cantaba y tocaba: laúd, glockenspiel, cítara, dulcimer (dulcémele), guitarra de doce cuerdas y percusión.


Instrumentos


Como ya vimos, Amazing Blondel utilizaba una amplia gama de instrumentos. Pero lo más importante para su sonoridad era el uso de los laúdes y las flautas dulces.


Al realizar giras artísticas, notaron que el laúd resultaba bastante difícil de ejecutar en un escenario (en términos de amplificación y afinación), y en 1971 encargaron la fabricación de guitarras de siete cuerdas, que podían tocarse en la misma afinación que los laúdes. El diseño y la construcción de de estos instrumentos estuvieron a cargo de David Rubio, quien fabricaba guitarras clásicas, laúdes y otros instrumentos antiguos para intérpretes clásicos (incluyendo a Julian Bream y John Williams).


El instrumento de Gladwin fue diseñado para tener un sonido ligeramente más bajo, y se utilizaba principalmente como acompañamiento; mientras que el de Baird tenía un énfasis un poquito más agudo. Los dos instrumentos funcionaban muy bien individualmente, pero también armonizaban increíblemente juntos. Además resultaron ser estables (desde el punto de vista de la afinación) para ejecuciones en el escenario. Finalmente, en las guitarras se incorporaron micrófonos internos para simplificar la amplificación.


Estilo musical


Es muy difícil de encuadrar. La mayor parte de su música fue compuesta por ellos mismos, pero se basaba en la forma y la estructura de la música renacentista. Por ejemplo, presentaban pavanas, galiardas y madrigales. A veces se la describe como “psycho folk”, pero posiblemente les hubiera molestado a los mismísimos miembros de la comunidad psicodélica y la folclórica. Terry Wincott la describía como “música pseudo-Elizabethiana/Clásica acústica cantada con acento británico”. Eddie Baird no tenía la menor idea.


Su música ha sido comparada con la de Gryphon y Pentangle; pero en realidad Amazing Blondel no capturó las influencias del rock (como Gryphon) ni tampoco del jazz (como Pentangle). También se los compara con Jethro Tull.


Para visitar su página: http://www.amazingblondel.com/


Algunos fragmentos musicales: el primero es "Cantus Firmus to Counterpoint", en la Catedral Lincoln, 1972.





Seascape (Amazing Blondel), Noruega, 2004.



Saxon Lady (Amazing Blondel)