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11 oct 2010

Prohibición de Libros Heréticos


“Más poderosos que para la propagación del bien, son los libros para extender el mal; porque el hombre recibe con complacencia todo aquello que halaga sus pasiones, excita sus sentidos, y tiende á librarle de los severos deberes que le impone la religión. La Iglesia, que es custodio de la doctrina católica, no puede ni debe consentir que los fieles se contaminen con la lectura de erróneas teorías, y que la mentira se entronice en su inteligencia, con grande perjuicio de los intereses morales de la sociedad cristiana y de sus individuos; así es que tiene el derecho de prohibir todos aquellos escritos que contengan ideas contrarias al dogma y a las costumbres. Es un medio justo de defensa, a manera del que tienen los individuos y las sociedades para rechazar los ataques exteriores dirigidos contra su existencia; y por eso se ha dicho muy bien que la facultad de prohibir libros heréticos o nocivos a la moral, no es solo un derecho positivo, sino también natural, que por ese motivo ha ejercido desde los primeros tiempos de su existencia”. (Ver bibliografía al pie de página).

En la encíclica “Mirari vos”, emitida por el Papa Gregorio XVI el 15 de agosto de 1832, se hace mención de la inmensa cantidad de disposiciones dictadas con el fin de alertar a los fieles acerca de los funestos efectos que produce la lectura de ciertos libros “malos” (en particular, se refiere a disposiciones del Concilio V de Letrán, de los años 1512 a 1517, y del de Trento, entre 1545 y 1563). En ella, Gregorio XVI afirma lo siguiente:

“ex hac itaque constante ómnium aetatum sollicitudine, qua Semper sancta haec apostolica Sedes, suspectos et noxios libros damnare, et de hominum manibus extorque enixa est, patet luculentissime, quantopere falsa, temeraria, eidemque apostolicae Sedi injuriosa, et fecunda malorum in christiano populo ingentium sit illorum doctrina, qui nedum censuram librorum veluti gravem nimis et onerosam rejiciun, sed eo etiam improbitatis progrediunur, ut eam praedient a recti juris principiis abhoriere, jusque illius decernendae habendaque audeant Ecclesiae denegare”.

El Santo Oficio

El procedimiento normal de la censura de un libro en el Santo Oficio era el siguiente.

Primero el libro llegaba a un censor, que lo leía minuciosamente y luego emitía su censura por escrito, indicando las páginas o los párrafos que consideraba “erróneos”. Después el libro pasaba a un segundo censor, junto con la censura del primero pero sin dar su nombre. Si no había acuerdo entre ambos juicios, se llamaba a un tercer censor.

A continuación, las tres censuras y el libro mismo se enviaban por separado a los Consultores, que se reunían en su respectiva congregación y emitían su opinión al respecto. Ya terminamos, ya terminamos. Todo esto, es decir, las tres censuras, el libro y la opinión de los Consultores, todo, pasaba a los Cardenales, que pronunciaban allí el voto definitivo. Y por fin, toda la documentación llegaba al Sumo Pontífice, quien juzgaba y resolvía de manera “piadosa y de acuerdo con su suprema autoridad”.

El Index

En cuanto al Index, el procedimiento de censura de un libro era similar. Primero un secretario examinaba el libro, después lo hacían dos consultores; si los tres concordaban en sus dictámenes, se remitía a un examen hecho por una persona entendida en la materia que trataba dicho libro. En la escena entraba la Congregación Parva (preparatoria), luego los Cardenales y por último, y definitivamente, el Sumo Pontífice. A todo esto, unos de los consultores asumía “de oficio” la defensa del libro.

En cuanto a los censores, se hace hincapié en las virtudes de “ciencia” e “imparcialidad” que debían tener; se señala que el libro debía ser revisado por “Hombres eminentes en la facultad” que se trataba, se recomendaba la indulgencia en caso de duda (indulgencia entendida como clemencia), etc.

Las reglas tridentinas (en referencia a que fueron dictadas por el Concilio de Trento, celebrado en la ciudad de Trento, o “Tridentum” en latín) concluyen:

“quod si quis libros haereticorum, vel cujusvis auctoris scripta, ob haeresiam vel ob falsi dogmatis suspicionem damnata, atque prohibita legerit sive habuerit, statim in excommunicationis sententiam incurrat. Qui vero libros alio nomine interdictos legerit aut habuerit, juicio episcoporum severe puniatur”.

Todo esto quiere decir que la lectura de los considerados libros prohibidos, heréticos, o escritos por herejes, se condenaba con la pena de “excomunión lactae sententiae”, una pena desde ya gravísima, que pone en evidencia el alcance de este delito: se lo consideraba un abierto desafío a la autoridad de la Iglesia, una violación de sus mandamientos, y que “manifiesta un cierto apego y simpatía a los herejes y entraña el grave peligro de caer en su error. La historia demuestra efectivamente que gran parte de los heresiarcas han incurrido en esta desgracia por la lectura de libros consagrados a su defensa”.

Por eso, el Papa Pio IX, en su Bula “Apostolicae Sedis” conserva la institución de la censura, y sitúa a este delito después del de “herejía”:

Omnes et singulos scienter legentes, sine, auctoritate Sedis Apostolicae, libros eorundem apostatarum et haereticorum haeresim propugnantes, necnon libros cujusvis auctoris pero apostolicas litteras nominatim prohibitos, eosdemque libros retinentes, imprimentes, et quomodolibet defendentes” (apartado número 2, de los reservados especiales).

Como para terminar, ¿qué se hace con un libro prohibido?

Una vez censurado el libro, o aún si no lo estuviera, hay que tener en cuenta estas “sapientísimas normas”: si este maldito libro es “abiertamente contrario a la religión o a las buenas costumbres, no puede leerse sin el permiso de la autoridad competente, pues el buen sentido y el derecho natural imponen la obligación de evitar todas las ocasiones de pecado”. Y de nada sirve aducir experiencia, conocimientos, erudición, “porque nadie por talento que tenga puede sustraerse a las tentaciones que ocasiona la lectura inmoral, sobre todo cuando como generalmente acontece, se presenta al vicio revestido de todas las galas y atractivos de la elocuencia. Y esto es todavía más cierto en asuntos religiosos de suyo complejos y difíciles, para cuya aclaración e inteligencia se necesita un estudio muy detenido, un criterio muy sereno e imparcial, y una suma extraordinaria de conocimientos teológicos que no están al alcance de todos, y especialmente de los legos”.

“Tampoco basta decir que la manera de ser y gobernarse de los pueblos modernos, cuyas constituciones garantizan más o menos la libertad de cultos y de imprenta, ha multiplicado de tal manera las publicaciones antirreligiosas, que no hay apenas norma alguna que sirva de guía, de donde procede el que nadie se cuide hoy de esto, y que todo el mundo lea indistintamente toda clase de escritos, porque la facilidad con que se comete un delito no disminuye su malicia, ni mucho menos autoriza para caer en él”. Fin de cita. ¿Haría falta agregar algo más?

Bibliografía y Fuentes Consultadas

1) Imagen de portada:

Pedro Berruguete. San Domingo presidiendo la quema de libros de los Albigenses. Los libros católicos se levantan de las llamas. Madera, 122 x 83cm., Inv. No. 609, Museo del Prado, Madrid (España).

Se trata de una extensa biblioteca de imágenes, de alta resolución, que cubre más de quinientos museos y otras muchísimas colecciones más. Fundada por Erich Lessing, un excelso fotógrafo, abarca una amplia gama de temas: Bellas Artes, Religión, Historia, Música, Arqueología, Mitología, Arquitectura, Paisajes, Retratos Históricos, y Reportajes. Por favor, no dejen de visitar este sitio web.

2) Bibliografía y fuente citada:

Diccionario de ciencias eclesiásticas : teología y moral .. / por los señores Dr. D. Niceto Alonso Prujo, Dr. D. Juan Perez Angulo. Barcelona : Subirana, 1883-1890 -- Tomo sexto, pp. 441-442

Está en la Biblioteca Mayor de la Universidad Nacional de Córdoba (si hay entre mis lectores algún cordobés, y que desee ir a ver esta colección, son diez tomos "apenas"). No hace falta solicitarlo al bibliotecario, está en la sala de Lectura. Y no se olviden, no hay que guardarlo después, que lo guarde el bibliotecario, mejor. Gracias!!!!!

Otra cosa que quiero resaltar, es la fecha de esta obra: años 1883-1890. Por un lado, parece que esto ya fuera cosa del pasado, pasado pisado. Pero lamentablemente, no todo ha cambiado. Hay sectores ultraconservadores dentro de la Iglesia, que no han cambiado demasiado sus opiniones acerca de los libros. También es cierto que en todas las religiones del mundo pasa exactamente lo mismo, con mayor o menor grado de severidad (severidad o "locura"?). Bueno, acá dejo, porque es un tema arduo. Conozco cierta persona de cierto grupo religioso (que por razones obvias no voy a mencionar), que no acepta de ninguna forma, bajo ninguna circunstancia, ningún tipo de "conocimiento" fuera del "conocimiento divino" (la Biblia): no acepta ninguna forma de ciencia, ni hablemos de libros, nada de educación formal, nada. Consideran una locura la teoría de la evolución, o que son patrañas las investigaciones científicas. Eso sí, cuando les duele una muela, van a un Dentista, un tipo que estudió. Hijo del Demonio!!!!!!!








































6 oct 2008

Orígenes del Libro: Sumer

Los primeros libros de la historia de la humanidad aparecieron en semiárida región de Sumer, en el mítico Cercano Oriente, en Mesopotamia (hoy el sur de Irak), entre los cauces de los ríos Éufrates y Tigris, hace aproximadamente 5300 años.
Pero estos mismos libros comenzaron a desaparecer casi de inmediato, por varias razones: su frágil material (la arcilla), los desastres naturales, y la mano violenta del hombre.
Este deterioro fue muy lento y provocado:
1. Las guerras entre las ciudades- estado ocasionaban incendios, y en medio del fragor de los combates las tablillas se caían de sus estantes de madera y se partían en pedazos o quedaban ilegibles.
2. Otro elemento destructivo fue la técnica de reciclamiento: las tablillas dañadas se utilizaban para construir ladrillos o pavimentar ciudades.
3. Por otra parte, el agua fue un elemento muy perjudicial: las inundaciones causadas por los ríos Tigris y Éufrates acabaron con poblados enteros y, por supuesto, con sus archivos y bibliotecas.
Estos factores aceleraron el desarrollo de medios más eficaces para preservar los textos.
Los sumerios creían en el origen sobrenatural de los libros:
1. Atribuían a Nidaba, la diosa de los cereales, su invención.
2. Leyenda de Enmekar (h. 2750 a. C.), rey de la ciudad de Uruk, héroe respetado y temido:
fue condenado a beber agua putrefacta en el Infierno por no haber dejado escritas sus hazañas.
3. Otro mito habla de un rey de Uruk que decidió inventar la escritura porque uno de sus mensajeros hizo un viaje muy largo, y al llegar a destino estaba tan cansado que no pudo decir nada. Desde entonces se consideró más adecuado enviar por escrito los mensajes.
Los escribas
Los escribas, una casta de funcionarios palaciegos, oraban a la diosa Nidaba antes y después de escribir. Formaban una escuela que transmitía los secretos de los signos a través de una religión secundaria. Tenían la disciplina de la magia, y el ascenso en su casta suponía un largo aprendizaje. Conocían de memoria la flora, la fauna, y la geografía de su tiempo, además de las matemáticas y la astronomía.
El primer grado era el de “dub-sar” (escriba), seguía (después de varios años de ejercer el oficio) el de “ses-gal” (gran hermano), y se culminaba con un “um-mi-a” (maestro). Este grado liberaba al escriba de toda culpa.
Los zigurats o templos escalonados de Sumer se construyeron con el mismo material con el que se fabricaron los primeros libros: arcilla. Ambos tenían que ser útiles o mágicos. Los templos eran depósitos y fomentaban la administración puntual de la ciudad; los libros eran una metáfora del templo.
Bibliografía
Fernando Báez: Historia Universal de la destrucción de libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Destino / Imago Mundi, (falta completar cita)

El Libro

Un libro se hace a partir de un árbol. Es un conjunto de partes planas y flexibles (llamadas todavía “hojas”) impresas con signos de pigmentación oscura. Basta echarle un vistazo para oír la voz de otra persona que quizás murió hace miles de años. El autor habla a través de los milenios de modo claro y silencioso, dentro de nuestra cabeza, directamente a nosotros. La escritura es quizás el mayor de los inventos humanos, un invento que une personas, ciudadanos de épocas distantes, que nunca se conocieron entre sí. Los libros rompen las ataduras del tiempo, y demuestras que el hombre puede hacer cosas mágicas.
Algunos de los primeros autores escribieron sobre barro. La escritura cuneiforme, el antepasado remoto del alfabeto occidental, se inventó en el Oriente próximo hace unos 5000 años. Su objetivo era registrar datos: la compra de granos, la venta de terrenos, los triunfos del rey, los estatutos de los sacerdotes, las posiciones de las estrellas, las plegarias a los dioses. Durante miles de años, la escritura se grabó con cincel sobre barro y piedra, se rascó sobre cera, corteza o cuero, se pintó sobre bambú o papiro o seda; pero siempre una copia a la vez y, a excepción de las inscripciones en monumentos, siempre para un público muy reducido. Luego, en China, entre los siglos segundo y sexto, se inventó el papel, la tinta y la impresión con bloques tallados de madera, lo que permitía hacer muchas copias de una obra y distribuirla. Para que la idea arraigara en una Europa remota y atrasada se necesitaron mil años. Luego, de repente, se imprimieron libros por todo el mundo. Poco antes de la invención del tipo móvil, hacia 1450 no había más de unas cuantas docenas de miles de libros en toda Europa, todos escritos a mano; tantos como en China en el año 100 a. de C., y una décima parte de los existentes en la gran Biblioteca de Alejandría. Cincuenta años después, hacia 1500, había diez millones de libros impresos. La cultura se había hecho accesible a cualquier persona que pudiese leer. La magia estaba por todas partes.
Más recientemente los libros se han impreso en ediciones masivas y económicas, sobre todo los libros en rústica. Por el precio de una cena modesta uno puede meditar sobre la decadencia y la caída del Imperio romano, sobre el origen de las especies, la interpretación de los sueños, la naturaleza de las cosas. Los libros son como semillas. Pueden estar siglos aletargados y luego florecer en el suelo menos prometedor.
Las grandes bibliotecas del mundo contienen millones de volúmenes, el equivalente a unos 1014 bits de información en palabras, y quizás 1015 en imágenes. Esto equivale a diez mil veces más información que la de nuestros genes, y unas diez veces más que la de nuestro cerebro. Si acabo un libro por semana sólo leeré unos pocos miles de libros en toda mi vida, una décima de un uno por ciento del contenido de las mayores bibliotecas de nuestra época. El truco consiste en saber qué libros hay que leer. La información en los libros no está preprogramada en el nacimiento, sino que cambia constantemente, está enmendada por los acontecimientos, adaptada al mundo. Han pasado ya veintitrés siglos desde la fundación de la Biblioteca alejandrina. Si no hubiese libros, ni documentos escritos, pensemos qué prodigioso intervalo de tiempo serían veintitrés siglos. Con cuatro generaciones por siglo, veintitrés siglos ocupan casi un centenar de generaciones humanas. Si la información se pudiese transmitir únicamente de palabra, de boca en boca, qué poco sabríamos sobre nuestro pasado, qué lento sería nuestro progreso. Todo dependería de los descubrimientos antiguos que hubiesen llegado accidentalmente a nuestros oídos, y de lo exacto que fuese el relato. Podría reverenciarse la información del pasado, pero en sucesivas transmisiones se iría haciendo cada vez más confusa y al final se perdería. Los libros nos permiten viajar a través del tiempo, explotar la sabiduría de nuestros antepasados. La biblioteca nos conecta con las intuiciones y los conocimientos extraídos penosamente de la naturaleza, las mayores mentes que hubo jamás, con los mejores maestros, escogidos por todo el planeta y por la totalidad de nuestra historia, a fin de que nos instruyan sin cansarse, y de que nos inspiren para que hagamos nuestra propia contribución al conocimiento colectivo de la especie humana. Las bibliotecas públicas dependen de las contribuciones voluntarias. Creo que la salud de nuestra civilización, nuestro reconocimiento real de la base que sostiene nuestra cultura y nuestra preocupación por el futuro, se pueden poner a prueba por el apoyo que prestemos a nuestras bibliotecas.
Bibliografía
Carl Sagan: Cosmos. Barcelona, Buenos Aires: Planeta, 1987 (Cap. XI: La persistencia de la memoria, pp. 281-282)